
El Banco Mundial hizo foco sobre América Latina. En la búsqueda desesperada de  áreas potencialmente cultivables para una producción masiva que pueda  contrarrestar el alza en los precios de los alimentos, detectó que el 28% de  tierra arable del planeta se despliega en el patio de atrás del mundo. En esa  parcela inmensa donde fatigan 550 millones de personas que producen alimentos  para el mundo pero en la que 53 millones se atormentan de hambre cada  día.

De los 445,6 millones de hectáreas de tierra que, en el globo,  podrían ser utilizadas para la expansión del cultivo, 123,3 millones está en  América Latina. Sólo Africa la supera, con un 45 por ciento del total mundial.  Paradójicamente, los dos continentes más sumergidos, más pauperizados, más  sometidos, más olvidados. 
Por la cintura del planeta baja el sur. Con su  dermis prolífica, con su vientre dispuesto a alimentar al mundo. El 52% de la  soja del planeta se produce aquí. Y el 44% de la carne, el 70% de plátanos, el  45% de café y el 45% de azúcar. Exportadora de trigo, maíz y carne, se  proyectaba que la crisis internacional haría trepar el número de hambrientos en  esta América a 71 millones. Es la foto del niño famélico que agoniza sobre una  montaña de soja lista para embarcar. 
En el subcontinente 80 millones de  niños viven en la pobreza. El 17,9 por ciento (unos 32 millones) pasan hambre a  pesar de que esta tierra feraz produce tres veces más de lo que se necesita para  alimentar a sus habitantes suburbiales del mundo. Cepal y Unicef se rasgan las  vestiduras difundiendo estos datos mientras el Banco Mundial fija su ojo largo e  infalible en la extensión de América Latina, en el agua de América Latina, en la  virginidad y en la juventud de la tierra de América Latina. Para sembrar más,  producir más, generar más terreno potencialmente cultivable y desmontar para  lograrlo, sembrar más, producir más comida para alimentar al sector del mundo  que devora más allá de la saciedad, por placer y hedonismo. Y conservar las  hambres mismas para los que pisan y fatigan y cosechan. Porque los alimentos que  nacen de su tierra no son para ellos. América Latina –ahora con el foco del  Banco Mundial- es una loca paradoja dibujada por los designios de los poderes  del mundo. El aumento en el precio de los alimentos debería beneficiar a  aquellos que los producen y los venden. Sin embargo, la comida se vuelve  inalcanzable por su costo. Y la producción que cosechó con sus manos, que le  dobló la espalda, que le taló el sueño durante seis meses y después otros seis  de condena a la nada, todo ese maíz, todo ese trigo, toda esa soja incontable,  la que se llevó el monte que desapareció un día y enloqueció al río, toda esa  riqueza se escurre sin verla. Se va sin dejar huella. Y no queda nada para  llevar a la mesa. Ni resto para comprar en supermercado. Ni en el almacén. Ni en  el puesto de la calle. 
Los precios mundiales de los alimentos alcanzaron  un nuevo récord en febrero por octavo mes consecutivo, calculó la Organización  de Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO). La responsable  del Banco Mundial para América Latina, Pamela Cox, dice que la región misma es  una parte de la solución. "América Latina no ha alcanzado sus límites (de  producción), pueden hacer aún mucho para aumentar su producción, tiene mucha  agua... Hay un gran potencial para seguir alimentando al mundo", dijo. Está  claro que el Banco Mundial y sus brazos sensibles han puesto los ojos encendidos  en la América des-cubierta y subsumida durante más de cinco siglos. La América  marginal, pariente pobre del mundo, a la que se le sigue cambiando oro por  trocitos de cristal donde se mira la cara todavía tersa y juvenil. 
En  esa América ve el mundo lo que le salvará la vida en un futuro mediato: los  alimentos y el agua. La vida que brota de la tierra. Lo que se cosecha y lo que  mana. 
El 93 por ciento de la población sur-americana vive en países  exportadores de alimentos. Pero entre 50 y 70 millones sufre hambre. Enferma de  hambre. Muere de hambre. Como los niños de Salta, Misiones, Formosa y el  conurbano rosarino y bonaerense en la privilegiada Argentina. 
Es que la  América lo tiene todo, pero termina vendiendo la materia primaria. La América no  elabora porque es pobre, porque no tiene infraestructura, tiene transportes  antiguos y destruidos, tiene industrias moribundas. Por eso suele comprar afuera  el pan cocinado con su harina. Los zapatos confeccionados con su cuero. Mil  veces más caros. Como para definir, con moño y celofán, la cajita donde engorda  la injusticia. 
Un total de 189 millones de latinoamericanos vive en la  pobreza, un 34% de la población total. A pesar de que exhala alimentos hacia el  mundo, hace llover el café y la leche, pone la carne sobre la mesa y los  cereales y el pan. Pero sus hombres y sus mujeres, sus historias individuales,  sus tragedias de a una, no los pueden comprar. No pueden acceder. Trabajan para  otros. Producen para otros. 
Es la paradoja argentina -la que aún se  resiste a ser visceralmente latinoamericana-: con apenas un 0,65 % de la  población mundial, produce el 1.61% de la carne y el 1.51% de los cereales que  se consumen en el mundo. 
Pero nueve millones de sus niños soportan hambre,  sufren hambre, corren riesgos de morir de hambre. Mueren de hambre. Rodeados del  agua y los alimentos para el mundo. 
El crimen más imprescriptible
Silvana Melo
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